miércoles, 2 de septiembre de 2009

Musas cotidianas

Hace poco iba yo caminando por una gran avenida de Valencia, admirando el paisaje, aprovechando los últimos días de calor veraniego y pensando en la tediosa rutina que, como la muerte, a todos nos llega antes o después, cuando me sorprendió un semáforo en rojo que me sacó de mis cavilaciones y que bien me pudo costar unas cuantas fracturas de no haberlo visto antes.

Mientras volvía a la acera, agradecía mi suerte y la del SAMUR (que se ahorraba el viajecito para recoger mi esmirriado cuerpo del asfalto), me detuve a observar el lugar en el que me encontraba con la intención de averiguar a dónde me habían llevado mis obstinados pasos. Preferí no haberlo hecho. No, no estaba desorientado, ni perdido en calles desconocidas y desérticas, estaba delante de un grupo de personas que, como yo, esperaban que aquel simpático hombrecillo cambiara de color para poder seguir sus interrumpidas vidas. Noté que algunos transeúntes, de los de allí estacionados, me miraban con recelo, tal vez por lo que acababan de presenciar o tal vez no. Así que, siguiendo su mal ejemplo, me dispuse a curiosear la fauna.

Entre los viandantes se encontraban un hombre vestido de etiqueta, posiblemente político, con expresión arrogante y seguro que corrupto hasta las trancas; una chiquilla que iba de la mano de su madre; un anciano buscando un lugar por el que cruzar… Pero de todos ellos me llamó la atención una fulana a la que estuve a punto de preguntarle si, de pequeña, había utilizado un alzacuello descomunal, porque de lo contrario no entendía cómo podía ir con la cabeza tal alta, aplaudiendo su superioridad. Era una “pelo Pantene”, que vestía unos pantalones de esos que te cortan la circulación y llevaba unas gafas de sol en las que se podía ver reflejada toda la avenida, el Miguelete y parte de la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Tenía un perro, un Yorkshire, tan arreglado como su ama que, para colmo, sacó de su bolso de Chanel un iphone última generación y se puso a escuchar música.
El progreso, dicen. Y una mierda.

Miles de personas trabajando incansablemente, con un sueldo escaso, algunas ilegalmente y en condiciones precarias, escondidas de la sociedad y de los Derechos Humanos, confeccionando algo para que los opulentos empresarios se lo vendan a las pijas de todo el mundo. O lo que es peor: a sus perros.

Seguramente aquella joven del semáforo no ha pensado nunca que tiene más bienes que media África, que tiene suerte por tener un perro monísimo e ir a la moda. Seguro que no ha pegado golpe en su vida, y se dará cuenta de ello demasiado tarde. Porque, amigos míos, a todos nos llega lo nuestro y si no hacemos las cosas bien o directamente no las hacemos, podemos acabar mal.

Podría haber seguido despotricando sobre las injusticias de este mundo pero, afortunadamente, el semáforo cambió a verde y todos los allí presentes seguimos nuestro camino hacia el progreso.

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