miércoles, 7 de abril de 2010

Lo umbrío y superficial

A alguien de la WWF -seguramente a algún bohemio ecologista cuya alta posición hace irrechazables sus propuestas- se le ocurrió la gran idea de fomentar y reorganizar el que ya es el cuarto apagón mundial consecutivo en la lucha contra el cambio climático. Para coronar el asunto, se le dio al proyecto un nombre de novela, lapidario, soberbio, de esos que hacen que se te llene la boca y evocan progreso: “La Hora del Planeta”. La idea, como base, está muy bien. No nos engañemos, es más de lo que la mayoría de nosotros hace, pero algo falla. He estado esperando varias semanas -no vayáis a pensar que salgo ahora con un tema que ya forma parte del Precámbrico y que llego tarde- para ver qué repercusión tenía la iniciativa ecologista una vez pasada la excitación inicial del día en el que el mundo se quedó a oscuras para iluminar la naturaleza. La respuesta es muy sencilla: ninguna. Rien de rien.

Vimos panorámicas de grandes ciudades y emblemáticos monumentos alumbrados sólo por la luna; revivimos la vida nocturna de antaño, conversando con ayuda de velas; y, si nos encontrábamos lejos de las contaminadas urbes, pudimos contemplar las estrellas con una nitidez que casi ni se recordaba. Y de paso ayudábamos a la naturaleza. Toma ya. Todo esto, sin embargo, quedó reducido a algo banal cuando despertamos al día siguiente y pusimos la calefacción a todo trapo, abrimos el grifo de la bañera durante media hora para calentar el agua e hicimos vida normal. Es decir, para lo que realmente sirvió “La Hora del Planeta” es para engañar a nuestra conciencia. Para serenar esa sensación criminal de estar destrozando el orbe, conscientemente y sin hacer nada para remendarlo. De esta manera, salimos a la calle creyendo que hemos cumplido, y seguimos desgarrando el planeta como quien guarda tregua para luego arremeter con más ímpetu.

El hecho de que se hayan batido récords de participación es no menos falaz. Falta implicación. Se ha perdido en muchos casos ese sentido de estar contribuyendo a un acto solidario. La gente se apuntaba al evento como quien se apunta a un torneo o se va de fiesta: “Oye tío, ¿te vienes al bar y nos hacemos unas cañas? Bueno…” “Ey, ¿apagamos las luces esta noche para no sé qué movidas del planeta? Vale…” Y mientras en las ciudades nos lo pasábamos pipa a oscuras, sin contribuir al verdadero mantenimiento ecológico del mundo –que por si quedan dudas es el diario- los que de verdad tienen potestad para hacer cambios se reúnen en cumbres infructíferas financiadas con nuestros impuestos –véase Copenhague- para justificar por qué no se ha reducido la contaminación e imponer límites residuales cada vez más bajos que por supuesto no van a dignarse a cumplir.

Soluciones hay muchas. Los ayuntamientos, por ejemplo, podrían por una vez dejar de emplear bombillas de diez mil voltios para pasarse al bajo consumo y no iluminar sus puentes como si fueran musicales de Broadway, beneficiar a los más considerados con la naturaleza, fomentar el transporte público y otras mil maneras de ayudar de verdad al planeta, lejos de la hueca palabrería a la que ya estamos acostumbrados. Pero bueno, la Torre Eiffel y la Puerta de Brandenburgo salen a oscuras en la tele que, al fin y al cabo, es lo que vende, acaparar noticias e informativos para conseguir votos electorales. Todo sea por recaudar viruta y llenarse los bolsillos. Lo de arreglar el mundo y solucionar los problemas del vulgo ya es harina de otro costal. Que lo haga otro que yo, cuando vine, ya me lo encontré así.