sábado, 25 de septiembre de 2010

Inmigrantes de ocasión

Menudo lío se han guisado en Francia. Bueno, francamente, Sarkozy se lo ha cocinado él solito. Un escándalo. La expulsión de inmigrantes, mayoritariamente gitanos rumanos, del territorio francés es uno de los temas tabú del momento. Traspasando fronteras gracias en parte a los medios, la polémica se ha colado en el seno de la política continental, donde la Comisión Europea ha abierto un expediente a Francia por su “dureza en la expulsión de inmigrantes”. Y opiniones las hay para todos los gustos. La primera en desatar la cólera francesa fue ni más ni menos que la vicepresidenta de la Comisión Europea, Viviane Reding, llegando a comparar la deportación llevada a cabo en Francia con la situación que se vivía en Vichy en la Segunda Guerra Mundial. Las declaraciones fueron recibidas con duras críticas por muchos de los jefes de gobierno que allí se encontraban, incluido el nuestro, y Reding tuvo que disculparse por si “se habían malinterpretado sus palabras”. Pero a Sarkozy le duró bien poco la sonrisa. El ex Primer Ministro de Portugal y ahora presidente de la Comisión Europea, Durao Barroso, se enfrentó abiertamente al presidente francés en la última cumbre de líderes europeos. Algunos de los asistentes calificaron la disputa de bronca monumental.

Mientras, en la calle, la gente se opone a las extradiciones de inmigrantes. Se organizan manifestaciones con gitanos rumanos a la cabeza y se intenta de algún modo parar los pies al gobernante francés. Ciudades como Roma, Barcelona, Madrid o la mismísima París ya han mostrado su contrariedad ante los hechos. Sin embargo, muchos de los que defienden los derechos de los inmigrantes, aunque protestan con razón, han escogido argumentos erróneos.

Me refiero a que los gitanos rumanos residentes en Francia no tienen derecho a quedarse ahí donde están porque sí, así por las buenas, aprovechándose de que hace tiempo se decidiera abolir fronteras entre los países pertenecientes a la Unión Europea. De hecho, con las leyes europeas en la mano, se podría afirmar que Sarkozy tiene potestad para expulsar a todos los inmigrantes que considere convenientes y que no cumplan los requisitos propuestos por la UE. Es decir, todos los inmigrantes pueden residir en cualquier país adscrito a la asociación europea si, en un periodo máximo de tres meses, encuentran trabajo, vivienda o recursos con los que pagar al Estado correspondiente los impuestos de turno. Por no hablar del padrón. Deportar a los inmigrantes es de ser un cabrón, uno bien grande, pero el presidente francés no incumple la ley.

Desde la cúpula europea, las críticas más duras a la acción que Sarkozy desarrolla han hecho referencia a la supuesta discriminación étnica de las expulsiones. Lo cual, bien mirado, puede que albergue algo de razón. Pero yo quiero ir a parar a otra cosa, a la maldad y al oportunismo humano.

Tiempos de bonanza. El sol brilla en lo alto del cielo y llueve cuando tiene que llover, lo justo para mantener cosechas. La Bolsa en Wall Street va viento en popa, y las casas se venden a un ritmo que casi ni se recordaba. Los inmigrantes, gitanos, y los venidos en pateras trabajan en oficios tan ruines que los europeos ni aceptamos. Prácticamente, viven explotados. Pero, entonces, cambian las tornas. Son tiempos de crisis y sequías, y el desplome de la Bolsa estadounidense ha contagiado a la mundial. Los inmigrantes se encuentran atrapados en el ojo del huracán mientras miles de dedos acusones les delatan como culpables de la recesión. Porque nos gusta hacerlo, nos encanta echarle la culpa a los demás. Un poco más tarde llegan las miradas recelosas, las maldiciones entre dientes y las soluciones fáciles y precipitadas. Echarlos, sí, qué gran idea.

¿Por qué no nos acordamos de los inmigrantes cuando la cosa prospera? Hablando en plata, porque estamos de puta madre y nos viene muy bien esclavizarlos. Así que yo le pido al primer ministro francés que, aunque las tenga todas consigo para echar a los gitanos rumanos como si fueran la peste, lo deje estar, podemos pasarles ésta. Porque cuando las leyes fallan y no se ajustan a la realidad, es momento de emplear la moral y la ética. Los políticos siempre han tenido fama de grandes oradores y buenos pensadores. Ahora sólo falta que lo demuestren.

sábado, 7 de agosto de 2010

Lidiar con el enemigo

Me dispongo a zambullirme en las turbias aguas de un tema que preferiría evitar, por lo mascadito que lo traen algunos. No obstante, me voy a adentrar en él de cabeza, nada de medias tintas. Espero no estar obsesionándome, pero es que hasta mis amigos más allegados hacen sus comentarios al respecto con cierta frecuencia. Y claro, al final uno encuentra en este ignoto rincón el aliado perfecto para dar rienda suelta a sus opiniones.

Para esclarecer un poco el asunto y sacar a muchos de la incógnita en la que se hallan sumidos, revelo que ese tema al que me refiero no es otro sino la tauromaquia. Es decir, el “arte” del toreo. Pero quien espere encontrar aquí glosas en las que manifiesto mi más profundo y sincero deseo de que algún torero sea embestido desde la córnea hasta la ingle – pasando por el píloro, claro está – ha patinado estrepitosamente. Es más, es ahí donde quiero ir a parar porque, desde hace ya unos cuantos lustros, se viene desarrollando un movimiento pro-ecológico-naturalista-mostrenco que deja en evidencia a los que de verdad quieren ayudar a la sostenibilidad del planeta con hechos en vez de con necedades.

Llegados a este punto, me veo obligado a declarar abiertamente - para salvaguardar mi integridad física - que no soy taurino, picador, ni amigo de Jesulín. Es más, disiento bastante de las opiniones taurinas en lo que a ruedos se refiere. Pero, por el contrario, no consigo tragar la nueva oleada progresista, patriota de la naturaleza, que sobrepone lo nimio mientras ignora el Debate sobre el Estado de la Nación – qué puñetas será eso – y pasa de manifestaciones laborales.

Que sí, que yo también me alegro de la prohibición de los toros en Cataluña aunque se haya hecho bajo un trasfondo de infinita hipocresía – véase CIU y los toros “embolados” por ejemplo – pero bueno, es un progreso. Y por esto, porque muchos de los antitaurinos han catalogado la interdicción como “progreso”, no se puede consentir que de entre ellos surjan movimientos que deseen daños o incluso la muerte de aquellos que practican la labor de lidiar, un pensamiento nada liberal. Y voy más allá: en la red social española por excelencia, tuenti, figura una página con el nombre de “Soy de los que piensan Jodete! cuando un toro pilla a un torero” a la que se han adscrito más de 10.000 jóvenes. O lo que es lo mismo: a más de 10.000 adolescentes españoles, futuros votantes y guardianes del porvenir de este país, les gustaría ver muertos o, en su defecto, maltrechos a seres humanos en favor de animales.

Un rápido golpe de vista a nuestra Constitución, esa que tantos se afanan en defender sin perder de vista el Estatut y la descendencia monárquica, y podremos encontrar aquello de que todas las profesiones son igual de dignas, incluida la lidia. Luego, hasta que la ley diga lo contrario, porque no olvidemos que la Constitución no es un dogma sino que nace del consenso y es susceptible a ser modificada, respetemos a los taurinos y combatámosles con política, dando una lección de civismo a esos cínicos líderes que encima nos gobiernan.

miércoles, 7 de abril de 2010

Lo umbrío y superficial

A alguien de la WWF -seguramente a algún bohemio ecologista cuya alta posición hace irrechazables sus propuestas- se le ocurrió la gran idea de fomentar y reorganizar el que ya es el cuarto apagón mundial consecutivo en la lucha contra el cambio climático. Para coronar el asunto, se le dio al proyecto un nombre de novela, lapidario, soberbio, de esos que hacen que se te llene la boca y evocan progreso: “La Hora del Planeta”. La idea, como base, está muy bien. No nos engañemos, es más de lo que la mayoría de nosotros hace, pero algo falla. He estado esperando varias semanas -no vayáis a pensar que salgo ahora con un tema que ya forma parte del Precámbrico y que llego tarde- para ver qué repercusión tenía la iniciativa ecologista una vez pasada la excitación inicial del día en el que el mundo se quedó a oscuras para iluminar la naturaleza. La respuesta es muy sencilla: ninguna. Rien de rien.

Vimos panorámicas de grandes ciudades y emblemáticos monumentos alumbrados sólo por la luna; revivimos la vida nocturna de antaño, conversando con ayuda de velas; y, si nos encontrábamos lejos de las contaminadas urbes, pudimos contemplar las estrellas con una nitidez que casi ni se recordaba. Y de paso ayudábamos a la naturaleza. Toma ya. Todo esto, sin embargo, quedó reducido a algo banal cuando despertamos al día siguiente y pusimos la calefacción a todo trapo, abrimos el grifo de la bañera durante media hora para calentar el agua e hicimos vida normal. Es decir, para lo que realmente sirvió “La Hora del Planeta” es para engañar a nuestra conciencia. Para serenar esa sensación criminal de estar destrozando el orbe, conscientemente y sin hacer nada para remendarlo. De esta manera, salimos a la calle creyendo que hemos cumplido, y seguimos desgarrando el planeta como quien guarda tregua para luego arremeter con más ímpetu.

El hecho de que se hayan batido récords de participación es no menos falaz. Falta implicación. Se ha perdido en muchos casos ese sentido de estar contribuyendo a un acto solidario. La gente se apuntaba al evento como quien se apunta a un torneo o se va de fiesta: “Oye tío, ¿te vienes al bar y nos hacemos unas cañas? Bueno…” “Ey, ¿apagamos las luces esta noche para no sé qué movidas del planeta? Vale…” Y mientras en las ciudades nos lo pasábamos pipa a oscuras, sin contribuir al verdadero mantenimiento ecológico del mundo –que por si quedan dudas es el diario- los que de verdad tienen potestad para hacer cambios se reúnen en cumbres infructíferas financiadas con nuestros impuestos –véase Copenhague- para justificar por qué no se ha reducido la contaminación e imponer límites residuales cada vez más bajos que por supuesto no van a dignarse a cumplir.

Soluciones hay muchas. Los ayuntamientos, por ejemplo, podrían por una vez dejar de emplear bombillas de diez mil voltios para pasarse al bajo consumo y no iluminar sus puentes como si fueran musicales de Broadway, beneficiar a los más considerados con la naturaleza, fomentar el transporte público y otras mil maneras de ayudar de verdad al planeta, lejos de la hueca palabrería a la que ya estamos acostumbrados. Pero bueno, la Torre Eiffel y la Puerta de Brandenburgo salen a oscuras en la tele que, al fin y al cabo, es lo que vende, acaparar noticias e informativos para conseguir votos electorales. Todo sea por recaudar viruta y llenarse los bolsillos. Lo de arreglar el mundo y solucionar los problemas del vulgo ya es harina de otro costal. Que lo haga otro que yo, cuando vine, ya me lo encontré así.

domingo, 24 de enero de 2010

El exiliado cultural

Escribo estas líneas pensando en la gran satisfacción que me produce la eliminación de Karmele Marchante de entre los candidatos para representar a España en Eurovisión. No es que me caiga mal la mujer, tampoco recelo mucho de sus bastas actuaciones, y ni tan siquiera le guardo rencor por hacerse llamar periodista. Es más bien que me estaba empezando a hastiar que siempre fuera España quien diera la nota –y nunca mejor dicho dado el contexto en el que nos movemos- en asuntos internacionales. A algunos de vosotros quizá os haga mucha gracia que mandemos a cualquier gilipollas a hacer el paripé delante de medio mundo, pero a mi me provoca sentimientos bastante distintos.

Esto no es como salir una noche de fiesta. Ahí sí puedes hacer la coña con los colegas, divertirte un poco, ponerte hasta las cejas de a saber qué cosas y reírte de las burradas que hacen los demás, pero cuando las tonterías son un asunto cosmopolita que representa a tu país, el tema empieza tornarse algo serio. Digo yo, vamos, porque parece que a nadie le importe demasiado. Y eso es algo que me extraña.

Recalco lo de que me extraña porque, cuando cruzas el umbral de tu dulce hogar para enfrentarte a las leyes de la calle, no tardas ni 10 minutos -cronometradlo si queréis- en cruzarte con algún patriota que defiende con saña el honor y la gloria de España, para que vean en todo el mundo que aquí los tenemos bien puestos. Y sí, los tenemos, pero bien cuadrados, porque después de tanto patriotismo nos partimos de risa viendo a nuestros representantes musicales haciendo el capullo en Eurovisión. Y es entonces cuando yo me pregunto: ¿Es que la gente no se da cuenta de que si el tonto del ciruelo que nos representa queda mal en Europa está haciendo que quedemos mal todos los españoles? Pues parece ser que no.

Es como lo del sabotaje a la Web de la Presidencia española en el Consejo Europeo. Supongo que a estas alturas todo el mundo estará enterado pero, por si acaso, entremos en materia. Hace casi un mes un hacker burló la millonaria seguridad de la página Web y colocó a un Mr. Bean sonriente que saludaba en inglés a diestro y siniestro haciendo alusión a su gran parecido con el presidente Zetapé. Aquí en España nos meábamos de la risa. En Europa se llevaban las manos en la cabeza pensando en qué tipo de país maneja su economía durante un periodo de tiempo que esperan sea breve. Y ahora ya saltarán los de siempre acusándome de rojo. No estoy defendiendo al presidente, creo que está claro. Lo que pasa es que me toca los bajos que seamos tan inútiles como para descoyuntarnos de las desgracias de quien se supone es la persona que hemos elegido para llevar el peso del país, sea cual sea su ideología. Claro que aquí nunca se sabe. Igual, hasta votamos de broma.

A este paso yo seré el próximo que se exilie de España. No aguanto más tanta tontería sin remedio ni la realidad de ser la vergüenza de Europa. Diré adiós a este país que se asusta cuando ve películas en versión original, que se ríe cuando oye nombrar a Confucio o a Boccaccio, que se queja de lo que piensan del país los de fuera y que parece olvidarse de todo cuando ve a once jugadores ganando Eurocopas y poniéndose la mano en el pecho. No se quien dijo que los ciudadanos tienen los políticos que se merecen pero, en el caso de España, el tío la ha clavado.

viernes, 1 de enero de 2010

Esa maldita ponzoña incurable

En el pasado mes de diciembre, el fin de las clases se convirtió en uno de los acontecimientos de mayor trascendencia para los jóvenes. Los colegios, entonces, tienen la costumbre de escenificar alguna obra de teatro navideña o de sacar a los chiquillos a cantar villancicos para que a los padres se les caiga la baba y piensen “qué bueno es este colegio”, aunque se haga en todos lados igual. Yo tuve la oportunidad de asistir a una de esas representaciones, que suelen ser bastante aburridas. Vamos, un coñazo.

Lo primero que me llamó la atención al entrar en el recinto donde se celebraba el acto fue el calor desmesurado, que hacía sudar a padres y familiares sorprendidos por semejante temperatura. Por si fuera poco, el bochorno aumentaba conforme la gente iba llegando y llenando el lugar, convirtiendo el ambiente en asfixiante. Fui poco a poco adentrándome en esa caldera escolar, intentando escrutar algo de lo que ocurría en el escenario y buscando un sitio en el que sentarme. Sin embargo, descarté lo último al ver que madres y padres de todas las edades “se daban tortazos” por conseguir un buen asiento desde el cual no perder ripio, dejando en evidencia qué clase de educación transmiten a sus hijos. Menudo follón.

Volviendo a mi peculiar epopeya, intenté alejarme de las masas y me refugié desplazándome por una de las paredes laterales, como si fuera un agente de la CIA. Desde allí se veía parte del escenario pero, en mi afán por seguir adelante, tropecé con uno de esos hombres que dirigen los focos, y estuvo a punto de echarme fuera. Mientras me resignaba volviendo atrás, no pude evitar pensar cuáles hubieran sido las palabras del técnico si, en vez de no pasar de los 20, yo hubiera tenido más de 40 años. Seguramente el hombre habría sido un poco más comedido, disculpando mi torpeza con palabras amables. Esto, aunque no lo parezca, también es discriminación por edad, discriminación del día a día que pasa desapercibida por su cotidianidad y frecuencia. Pero está ahí, igual que los maltratos en asilos o centros de tercera edad. Muchos son los que alientan a los jóvenes, dicen que son el futuro, los líderes del mañana y los próximos votantes, pero a la hora de la verdad se consideran mejores que ellos y no se les dan oportunidades, tachándolos (con razón o sin ella) de inexpertos. Hipocresía, mucha hipocresía. Y en todos los ámbitos de la vida.

Si damos un giro y pasamos a política encontramos al noreste a Cataluña y su lucha por la independencia. No voy a dar mi opinión sobre el temita, creo que bastante se está hablando ya como para que vaya yo y eche más leña al fuego, pero sí quiero puntualizar sobre un aspecto que toca al escolar. Hace unos meses, el gobierno central anunciaba el proyecto Convenio Escuela 2.0, que prometía ordenadores portátiles para la “digitalización de las aulas”. Esta propuesta estaba generalmente subvencionada por los gobiernos de las autonomías, pero sin embargo en Cataluña los padres tenían que pagar la mitad del coste de los ordenadores. Muchos fueron los que criticaron esta medida, alegando que, como en el resto de España, debía ser el gobierno catalán quien pagara. Las protestas tuvieron gran repercusión, aunque no es que se acerquen mucho al afán independentista.

Mientras pensaba en esto y apretaba los puños, distinguí un hueco entre la multitud y me colé por él vigilando que no hubiera tíos con focos cerca. Justo cuando tenía una perspectiva más o menos decente del escenario, la función acabó y comenzaron a llover aplausos. Yo, aunque sabía que las actuaciones habían sido un tostón, aplaudí con ganas, contradiciéndome para quedar bien delante de los demás. De pronto el terror me invadió, ¿estaba yo también infectado por el virus hipócrita?