domingo, 24 de enero de 2010

El exiliado cultural

Escribo estas líneas pensando en la gran satisfacción que me produce la eliminación de Karmele Marchante de entre los candidatos para representar a España en Eurovisión. No es que me caiga mal la mujer, tampoco recelo mucho de sus bastas actuaciones, y ni tan siquiera le guardo rencor por hacerse llamar periodista. Es más bien que me estaba empezando a hastiar que siempre fuera España quien diera la nota –y nunca mejor dicho dado el contexto en el que nos movemos- en asuntos internacionales. A algunos de vosotros quizá os haga mucha gracia que mandemos a cualquier gilipollas a hacer el paripé delante de medio mundo, pero a mi me provoca sentimientos bastante distintos.

Esto no es como salir una noche de fiesta. Ahí sí puedes hacer la coña con los colegas, divertirte un poco, ponerte hasta las cejas de a saber qué cosas y reírte de las burradas que hacen los demás, pero cuando las tonterías son un asunto cosmopolita que representa a tu país, el tema empieza tornarse algo serio. Digo yo, vamos, porque parece que a nadie le importe demasiado. Y eso es algo que me extraña.

Recalco lo de que me extraña porque, cuando cruzas el umbral de tu dulce hogar para enfrentarte a las leyes de la calle, no tardas ni 10 minutos -cronometradlo si queréis- en cruzarte con algún patriota que defiende con saña el honor y la gloria de España, para que vean en todo el mundo que aquí los tenemos bien puestos. Y sí, los tenemos, pero bien cuadrados, porque después de tanto patriotismo nos partimos de risa viendo a nuestros representantes musicales haciendo el capullo en Eurovisión. Y es entonces cuando yo me pregunto: ¿Es que la gente no se da cuenta de que si el tonto del ciruelo que nos representa queda mal en Europa está haciendo que quedemos mal todos los españoles? Pues parece ser que no.

Es como lo del sabotaje a la Web de la Presidencia española en el Consejo Europeo. Supongo que a estas alturas todo el mundo estará enterado pero, por si acaso, entremos en materia. Hace casi un mes un hacker burló la millonaria seguridad de la página Web y colocó a un Mr. Bean sonriente que saludaba en inglés a diestro y siniestro haciendo alusión a su gran parecido con el presidente Zetapé. Aquí en España nos meábamos de la risa. En Europa se llevaban las manos en la cabeza pensando en qué tipo de país maneja su economía durante un periodo de tiempo que esperan sea breve. Y ahora ya saltarán los de siempre acusándome de rojo. No estoy defendiendo al presidente, creo que está claro. Lo que pasa es que me toca los bajos que seamos tan inútiles como para descoyuntarnos de las desgracias de quien se supone es la persona que hemos elegido para llevar el peso del país, sea cual sea su ideología. Claro que aquí nunca se sabe. Igual, hasta votamos de broma.

A este paso yo seré el próximo que se exilie de España. No aguanto más tanta tontería sin remedio ni la realidad de ser la vergüenza de Europa. Diré adiós a este país que se asusta cuando ve películas en versión original, que se ríe cuando oye nombrar a Confucio o a Boccaccio, que se queja de lo que piensan del país los de fuera y que parece olvidarse de todo cuando ve a once jugadores ganando Eurocopas y poniéndose la mano en el pecho. No se quien dijo que los ciudadanos tienen los políticos que se merecen pero, en el caso de España, el tío la ha clavado.

viernes, 1 de enero de 2010

Esa maldita ponzoña incurable

En el pasado mes de diciembre, el fin de las clases se convirtió en uno de los acontecimientos de mayor trascendencia para los jóvenes. Los colegios, entonces, tienen la costumbre de escenificar alguna obra de teatro navideña o de sacar a los chiquillos a cantar villancicos para que a los padres se les caiga la baba y piensen “qué bueno es este colegio”, aunque se haga en todos lados igual. Yo tuve la oportunidad de asistir a una de esas representaciones, que suelen ser bastante aburridas. Vamos, un coñazo.

Lo primero que me llamó la atención al entrar en el recinto donde se celebraba el acto fue el calor desmesurado, que hacía sudar a padres y familiares sorprendidos por semejante temperatura. Por si fuera poco, el bochorno aumentaba conforme la gente iba llegando y llenando el lugar, convirtiendo el ambiente en asfixiante. Fui poco a poco adentrándome en esa caldera escolar, intentando escrutar algo de lo que ocurría en el escenario y buscando un sitio en el que sentarme. Sin embargo, descarté lo último al ver que madres y padres de todas las edades “se daban tortazos” por conseguir un buen asiento desde el cual no perder ripio, dejando en evidencia qué clase de educación transmiten a sus hijos. Menudo follón.

Volviendo a mi peculiar epopeya, intenté alejarme de las masas y me refugié desplazándome por una de las paredes laterales, como si fuera un agente de la CIA. Desde allí se veía parte del escenario pero, en mi afán por seguir adelante, tropecé con uno de esos hombres que dirigen los focos, y estuvo a punto de echarme fuera. Mientras me resignaba volviendo atrás, no pude evitar pensar cuáles hubieran sido las palabras del técnico si, en vez de no pasar de los 20, yo hubiera tenido más de 40 años. Seguramente el hombre habría sido un poco más comedido, disculpando mi torpeza con palabras amables. Esto, aunque no lo parezca, también es discriminación por edad, discriminación del día a día que pasa desapercibida por su cotidianidad y frecuencia. Pero está ahí, igual que los maltratos en asilos o centros de tercera edad. Muchos son los que alientan a los jóvenes, dicen que son el futuro, los líderes del mañana y los próximos votantes, pero a la hora de la verdad se consideran mejores que ellos y no se les dan oportunidades, tachándolos (con razón o sin ella) de inexpertos. Hipocresía, mucha hipocresía. Y en todos los ámbitos de la vida.

Si damos un giro y pasamos a política encontramos al noreste a Cataluña y su lucha por la independencia. No voy a dar mi opinión sobre el temita, creo que bastante se está hablando ya como para que vaya yo y eche más leña al fuego, pero sí quiero puntualizar sobre un aspecto que toca al escolar. Hace unos meses, el gobierno central anunciaba el proyecto Convenio Escuela 2.0, que prometía ordenadores portátiles para la “digitalización de las aulas”. Esta propuesta estaba generalmente subvencionada por los gobiernos de las autonomías, pero sin embargo en Cataluña los padres tenían que pagar la mitad del coste de los ordenadores. Muchos fueron los que criticaron esta medida, alegando que, como en el resto de España, debía ser el gobierno catalán quien pagara. Las protestas tuvieron gran repercusión, aunque no es que se acerquen mucho al afán independentista.

Mientras pensaba en esto y apretaba los puños, distinguí un hueco entre la multitud y me colé por él vigilando que no hubiera tíos con focos cerca. Justo cuando tenía una perspectiva más o menos decente del escenario, la función acabó y comenzaron a llover aplausos. Yo, aunque sabía que las actuaciones habían sido un tostón, aplaudí con ganas, contradiciéndome para quedar bien delante de los demás. De pronto el terror me invadió, ¿estaba yo también infectado por el virus hipócrita?