sábado, 19 de septiembre de 2009

Tumultos veraniegos

Ahora que es tiempo de volver al curro no se me ocurre otra cosa (para desgracia del personal) que recordar los calores del verano, los chiringuitos y los días a la bartola. Esto me hace pensar en el mes de agosto, que a todos se nos hace efímero, y en los primeros días de septiembre. Son días cargados de actividad nocturna, botellones, festejos y esas imbecilidades que luego pasan factura pero que tanto gustan a muchos.

Digo esto porque el pasado agosto un amigo me invitó a las fiestas de su pueblo en Castellón. Yo, todo hay que decirlo, no soy de los que se pasan toda la noche en la calle medio turuleta y con un vaso en la mano, pero tenía ganas de desaparecer un tiempo y aquello me pareció la excusa perfecta.

Sin perder ni un minuto preparé todo lo necesario para el viaje y propuse hacer alguna que otra excursión para que pudiera conocer mejor la localidad a la que íbamos y los parajes que la rodean. El chico accedió un poco a regañadientes porque detestaba caminar, pero dijo que por lo menos tendríamos tiempo para hablar. A mí no es que me interesara demasiado la fauna del lugar, pero por lo menos había encontrado una ocupación que me librase de estar sin hacer nada hasta la caída del sol.

Cuando llegamos al pequeño municipio, que no pasaba de los doscientos habitantes, mi colega me dijo con entusiasmo que estas fiestas iban a ser la bomba. Lo curioso fue que el tío al final tuvo algo de razón, porque todo lo que se metió en el cuerpo le sentó como una bomba. La cosa empezó a ponerse tensa cuando, de madrugada y con las calles llenas de jóvenes que habían perdido el norte, aparecieron serios e imponentes los antidisturbios. Esos son momentos en los que, si un pavo le tira una botella a otro o a algún borrachín le da por meterse porrazos con todo aquel que le rodea, basta una rápida y efectiva intervención policial para que se líe la pajarraca.

Estos sucesos que afortunadamente no terminaron en tragedia, ahora no me parecen muy distintos a los que salieron hace unas semanas en todas las televisiones y que tenían por escenario un municipio de Madrid, llámese Pozuelo de Alarcón, Alpedrete o Rascafría. El nombre es lo de menos. Aquella noche se montó una buena, con batallas campales, destrozos y mamporros incluidos que, según parece, nadie acierta a explicar cómo empezaron.

Quiero pensar que las fuerzas de seguridad saben cuándo deben sacar las cachiporras y que la Justicia, que tiene siempre la última palabra, será lo más imparcial posible, pero este capítulo de violencia y estupidez reabre el debate de la educación escolar y familiar, y eso aunque es un poco machacón, no es menos cierto.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Holgazán de nacimiento

Después de varios días de aislamiento en mi choza, salí a la calle para ver si algún milagro había cambiado este mundo por otro un poco más humano. Al comprobar que, desgraciadamente, todo estaba exactamente igual, eché a andar por las calles sin saber con certeza a dónde iba. Si llegaba al bar de la esquina bien y, si llegaba a Utrera, bien también.
Contra todo pronóstico acabé exhausto ante las puertas de un centro comercial y bajo el calor asfixiante de las dos de la tarde. Como no me daba tiempo de volver antes de la siesta y tampoco me interesaba seguir caminando, abrí las puertas de aquella plataforma capitalista y me introduje en su interior.

Un cuarto de hora más tarde, y algo más repuesto, noté que el estómago me pedía papeo, así que comencé a inspeccionar la zona en busca de algo que acercarme a la boca. Encontré uno de esos restaurantes que la gente ha bautizado como “de comida rápida o basura” y fui directo al mostrador para pedir algo. No me apetecía mucho nada de lo servían, pero después de chuparte una cola de más de media hora las cosas se ven de otra manera, así que pedí lo primero que se me pasó por la cabeza. Cuando tuve lo mío, pagué y dejé que el chico que me atendía se quedara con parte de las vueltas, ganándome así unas palabras de agradecimiento que ni yo tenía ganas de oír, ni él de pronunciar.
Me abrí paso en medio de ese caos humano y me senté en una de las pocas mesas que quedaban libres.

Empecé a tragar, de forma mecánica, aquella bazofia que sabía a grasa disimulada por culpa de todo lo que le habían echado encima.
Al dar el último bocado, avisté a un amigo a lo lejos. El chico no tenía muy buena cara y le invité a conversar un rato mientras apuraba lo que me quedaba de coca-cola.
Tras hablar un poco de actualidad, le dije que se le veía un poco afligido y le pregunté si había algo que yo podía hacer.
Eso fue lo único que necesitó para empezar a largar, así que escuché atento su historia.

Las cosas no le iban demasiado bien. Había discutido con su novia y hacía ya dos semanas que no se hablaban. Sus padres querían que se marchara de casa, alegando que ya tenía edad para irse y hacer su vida y, para acabar de arreglarlo todo, esta misma mañana lo habían despedido del trabajo. Además, añadió que el paro le hacía difícil encontrar un nuevo curro.
Aquella era una situación que no se la desearía a nadie (excepto a algún sinvergüenza del mundillo del corazón) y, como no podía hacer nada en cuanto a su vida familiar y sentimental, me ofrecí a ayudarle con lo laboral.

Le pedí un currículum para ver lo que podía hacer por él. El chaval sacó uno que llevaba encima y me lo pasó. Con aquello no me extrañaba nada que no encontrara trabajo, con paro, o sin él.
Entonces me vinieron a la cabeza estadísticas y números que muchas veces pasan desapercibidos, como que más del 14% de los jóvenes (que no es poco) ni estudian ni trabajan y que son muchas las personas que abandonan al terminar secundaria. También están, por supuesto, los que ni acaban la ESO, pero esos pasan de todo.
Con estos datos no intento eximir a nadie del problema del paro porque, parte de la culpa de que España esté como esté, la tienen la mala gestión gubernamental, la crisis mundial y la indecente oposición. Pero eso no quita para que los jóvenes de hoy en día no peguen ni peñazo desde bien temprano.

Si en un futuro (Dios no lo quiera) alguno de vosotros está tragándose las colas del INEM, pensad, mientras os acordáis de las familias de los líderes políticos, que hace unos añitos en vez de estudiar le estabais poniendo chinchetas al cabrón del profe en el asiento.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Prensa de colores

Ayer recibí una llamada de unos amigos que me invitaron elegantemente a comer y yo, que hacía mucho que no los veía, no desaproveché la ocasión de atiborrarme sin pagar ni un duro. Sin embargo, antes de salir de casa me acordé de algo que mi madre me había inculcado de pequeño muy sutilmente, y que vulgarmente se puede resumir así: “siempre que vayas a casa de otro tienes que llevar algo”.
Así que, antes de ir a mi destino, me pasé por el súper para comprar un vino blanco más o menos decente y unas pastas para acompañar con el café.
Veinte minutos más tarde y con 30€ menos en el bolsillo me dirigí, por fin, a casa de mis amigos.

Al llegar, fui gratamente recibido con abrazos, besos y sonrisas que se acentuaron cuando mis ofrendas entraron en escena. “¡No tenías que haberte molestado!” Ya. Eso que se lo digan a mi madre.
Me condujeron hasta el amplio salón, presidido por una televisión de plasma que no se podía medir en pulgadas, sino en codos o en brazadas. Yo, muy servicial, me ofrecí a ayudar en algo, pero mis anfitriones prefirieron que esperara alegando que era el huésped y que no me molestara. Así que me quede en el comedor en compañía de la tele mutante.

La comida, todo hay que decirlo, fue esplendida. Transcurrió con naturalidad y se habló de todo. Acabé más que saciado, casi empachado. Por desgracia para mi estómago, uno de mis amigos entró en la sala con el café y las pastas que yo había traído. Lo puso todo sobre la mesa, encendió la caja tonta y se sentó.

Me preparé sin ganas un café con leche y degusté uno de los pasteles mientras miraba con curiosidad la pantalla del televisor. Como todos los días los programas del corazón campaban a sus anchas en horas de sobremesa. Unos cuantos impresentables sentados en sofás ponían verdes a todos los famosillos de España y se acordaban de sus familias. El presentador esbozaba una sonrisa idiota de complicidad, asintiendo a todo lo que decían los invitados. Aquello no era un programa de televisión, era un circo.

Me empezaron a entrar nauseas, no se si por haber comido tanto o por el espectáculo que se cernía ante mis ojos. Lluvias de críticas sin sentido, acusaciones ridículas y todo tipo de invenciones acerca de la vida de otras personas. Porque eso es lo bueno (o lo malo) de colaborar con regularidad en programas del corazón: te puedes meter con quien te salga de las narices que a ti no te van a decir nada.
Luego pasa lo que pasa y, los famosillos, cuando ya están más que hartos, pierden los papeles y se encaran con la prensa rosa o cosas peores. Entonces los reporteros, si es que se les puede llamar así, se hacen la mosquita muerta y recurren al amparo de la justicia, cuando son ellos los que deberían ser juzgados por acoso.

Lo peor de todo es que estos programas tienen audiencia. O lo que es lo mismo: vivimos en una España alcahueta y cotilla en la que el tema principal de conversación son los chismorreos. Bueno, eso y el fútbol.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Musas cotidianas

Hace poco iba yo caminando por una gran avenida de Valencia, admirando el paisaje, aprovechando los últimos días de calor veraniego y pensando en la tediosa rutina que, como la muerte, a todos nos llega antes o después, cuando me sorprendió un semáforo en rojo que me sacó de mis cavilaciones y que bien me pudo costar unas cuantas fracturas de no haberlo visto antes.

Mientras volvía a la acera, agradecía mi suerte y la del SAMUR (que se ahorraba el viajecito para recoger mi esmirriado cuerpo del asfalto), me detuve a observar el lugar en el que me encontraba con la intención de averiguar a dónde me habían llevado mis obstinados pasos. Preferí no haberlo hecho. No, no estaba desorientado, ni perdido en calles desconocidas y desérticas, estaba delante de un grupo de personas que, como yo, esperaban que aquel simpático hombrecillo cambiara de color para poder seguir sus interrumpidas vidas. Noté que algunos transeúntes, de los de allí estacionados, me miraban con recelo, tal vez por lo que acababan de presenciar o tal vez no. Así que, siguiendo su mal ejemplo, me dispuse a curiosear la fauna.

Entre los viandantes se encontraban un hombre vestido de etiqueta, posiblemente político, con expresión arrogante y seguro que corrupto hasta las trancas; una chiquilla que iba de la mano de su madre; un anciano buscando un lugar por el que cruzar… Pero de todos ellos me llamó la atención una fulana a la que estuve a punto de preguntarle si, de pequeña, había utilizado un alzacuello descomunal, porque de lo contrario no entendía cómo podía ir con la cabeza tal alta, aplaudiendo su superioridad. Era una “pelo Pantene”, que vestía unos pantalones de esos que te cortan la circulación y llevaba unas gafas de sol en las que se podía ver reflejada toda la avenida, el Miguelete y parte de la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Tenía un perro, un Yorkshire, tan arreglado como su ama que, para colmo, sacó de su bolso de Chanel un iphone última generación y se puso a escuchar música.
El progreso, dicen. Y una mierda.

Miles de personas trabajando incansablemente, con un sueldo escaso, algunas ilegalmente y en condiciones precarias, escondidas de la sociedad y de los Derechos Humanos, confeccionando algo para que los opulentos empresarios se lo vendan a las pijas de todo el mundo. O lo que es peor: a sus perros.

Seguramente aquella joven del semáforo no ha pensado nunca que tiene más bienes que media África, que tiene suerte por tener un perro monísimo e ir a la moda. Seguro que no ha pegado golpe en su vida, y se dará cuenta de ello demasiado tarde. Porque, amigos míos, a todos nos llega lo nuestro y si no hacemos las cosas bien o directamente no las hacemos, podemos acabar mal.

Podría haber seguido despotricando sobre las injusticias de este mundo pero, afortunadamente, el semáforo cambió a verde y todos los allí presentes seguimos nuestro camino hacia el progreso.

martes, 1 de septiembre de 2009

Primeros coletazos.

Bienvenidos a este espacio en el que se van a publicar opiniones, críticas, noticias y artículos relacionados con la actualidad.

Con mis escritos espero llegar al lector , hacerle reflexionar con ideas y pensamientos que tratarán temas de interés, sobre este mundo que se encuentra en continuo cambio y en el que, además, vivimos.

La mayoría de los artículos estarán asentados sobre temas que están en boca de todos y, en general, serán subjetivos. Por ello, agradezco de antemano cualquier comentario en el que expreséis vuestra opinión acorde o desacorde con lo que se esté tratando e incluso para corregirme.
Gracias a todos los visitantes por invertir minutos de su vida en leer este blog.

Y sin más demora, comenzamos.