viernes, 1 de enero de 2010

Esa maldita ponzoña incurable

En el pasado mes de diciembre, el fin de las clases se convirtió en uno de los acontecimientos de mayor trascendencia para los jóvenes. Los colegios, entonces, tienen la costumbre de escenificar alguna obra de teatro navideña o de sacar a los chiquillos a cantar villancicos para que a los padres se les caiga la baba y piensen “qué bueno es este colegio”, aunque se haga en todos lados igual. Yo tuve la oportunidad de asistir a una de esas representaciones, que suelen ser bastante aburridas. Vamos, un coñazo.

Lo primero que me llamó la atención al entrar en el recinto donde se celebraba el acto fue el calor desmesurado, que hacía sudar a padres y familiares sorprendidos por semejante temperatura. Por si fuera poco, el bochorno aumentaba conforme la gente iba llegando y llenando el lugar, convirtiendo el ambiente en asfixiante. Fui poco a poco adentrándome en esa caldera escolar, intentando escrutar algo de lo que ocurría en el escenario y buscando un sitio en el que sentarme. Sin embargo, descarté lo último al ver que madres y padres de todas las edades “se daban tortazos” por conseguir un buen asiento desde el cual no perder ripio, dejando en evidencia qué clase de educación transmiten a sus hijos. Menudo follón.

Volviendo a mi peculiar epopeya, intenté alejarme de las masas y me refugié desplazándome por una de las paredes laterales, como si fuera un agente de la CIA. Desde allí se veía parte del escenario pero, en mi afán por seguir adelante, tropecé con uno de esos hombres que dirigen los focos, y estuvo a punto de echarme fuera. Mientras me resignaba volviendo atrás, no pude evitar pensar cuáles hubieran sido las palabras del técnico si, en vez de no pasar de los 20, yo hubiera tenido más de 40 años. Seguramente el hombre habría sido un poco más comedido, disculpando mi torpeza con palabras amables. Esto, aunque no lo parezca, también es discriminación por edad, discriminación del día a día que pasa desapercibida por su cotidianidad y frecuencia. Pero está ahí, igual que los maltratos en asilos o centros de tercera edad. Muchos son los que alientan a los jóvenes, dicen que son el futuro, los líderes del mañana y los próximos votantes, pero a la hora de la verdad se consideran mejores que ellos y no se les dan oportunidades, tachándolos (con razón o sin ella) de inexpertos. Hipocresía, mucha hipocresía. Y en todos los ámbitos de la vida.

Si damos un giro y pasamos a política encontramos al noreste a Cataluña y su lucha por la independencia. No voy a dar mi opinión sobre el temita, creo que bastante se está hablando ya como para que vaya yo y eche más leña al fuego, pero sí quiero puntualizar sobre un aspecto que toca al escolar. Hace unos meses, el gobierno central anunciaba el proyecto Convenio Escuela 2.0, que prometía ordenadores portátiles para la “digitalización de las aulas”. Esta propuesta estaba generalmente subvencionada por los gobiernos de las autonomías, pero sin embargo en Cataluña los padres tenían que pagar la mitad del coste de los ordenadores. Muchos fueron los que criticaron esta medida, alegando que, como en el resto de España, debía ser el gobierno catalán quien pagara. Las protestas tuvieron gran repercusión, aunque no es que se acerquen mucho al afán independentista.

Mientras pensaba en esto y apretaba los puños, distinguí un hueco entre la multitud y me colé por él vigilando que no hubiera tíos con focos cerca. Justo cuando tenía una perspectiva más o menos decente del escenario, la función acabó y comenzaron a llover aplausos. Yo, aunque sabía que las actuaciones habían sido un tostón, aplaudí con ganas, contradiciéndome para quedar bien delante de los demás. De pronto el terror me invadió, ¿estaba yo también infectado por el virus hipócrita?

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