De vez en cuando me doy el gusto de debatir con personas que pasan de los 80. Aunque reconozco que es divertido desmontar sus arcaicas teorías mientras se aferran con rabia a argumentos caducos, muchas veces solo escucho callado lo que dicen. Sus anónimas historias, marcadas por un ambiente que huele a guerra y a miseria, narran en primera persona el día a día de individuos corrientes aquejados por infancias rotas, dibujos de bombardeos o parientes desaparecidos. Pero a pesar de que cada uno cuenta su versión de los hechos, todos coinciden en destacar el horror de la posguerra. Los temas más recurrentes de esta lúgubre etapa oscilan entre la educación sexista, con sus máximas y castigos, y las colas para conseguir comida con las cartillas de racionamiento, que ahora son pieza de museo y se guardan como una reliquia. Sin embargo, en el aspecto político todo es mucho más caótico. Debido a las diferentes vivencias y posturas familiares, cada uno define como mejor le viene. Para unos, la guerra y el Franquismo son una moderna tragedia griega en la que perdió la Libertad. Para otros, una etapa dictatorial necesaria para estabilizar la política de España y progresar.
Entre tanto argumento y disputa bilateral, me hicieron falta unas cuantas tardes para darme cuenta de la profunda herida que ha dejado la guerra en este país, un corte profundo en la yugular que aún hoy sigue sangrando. Y es que aunque parezca algo desfasado y obsoleto, aquella época oscura nos ha rentado una herencia que aún hoy nos pesa. Un legado integrado por diferentes aspectos políticos y sociales en torno a un mismo dilema: la España dividida. Todos conocemos el célebre “estas con ellos o con nosotros” que tanto sonó en aquella época donde “no te podías fiar ni de tus amigos”, pero es que ahora igual te sale un roto que un descosido y un tránsfuga te concede una alcaldía en Benidorm o un diccionario de la Academia Histórica te suaviza la figura de Franco. Y claro, se lía.
Como suele ocurrir en estos casos, el legado del que hablamos se ceba con los más vulnerables, que en este asunto quizás sean los jóvenes. Hambrientos de grandes logros y llenos de vitalidad, reviven días aciagos y se convierten en el exponente más alto de aquel recuerdo. No han vivido los tiempos más duros del siglo XX, pero no tienen ningún reparo en pasear con orgullo sus banderas republicanas cada 14 de abril o afirmar convencidos que con Franco se vivía mejor. Como consecuencia, no es que no toleren a ideologías opuestas, es que las ven como enemigas a combatir. Al mismo tiempo, consideran su propia postura como única y genuina. Es esta intolerancia la que nos hace vulnerables ante extremistas y dirigentes cegados por el poder, y también la que contribuye a que una persona, ya sea anónima o no, le deba lealtad a una determinada ideología casi sin saberlo.
No lo parece, pero a usted, lector, sus conocidos le han asociado una ideología, a poder ser “de derechas” o “de izquierdas”. En el momento en el que algo se sale de ese cauce establecido es como si estuviese faltando a sus principios políticos, y entonces se produce la regresión: “¿oye tío, pero tú no eras de derechas/izquierdas?” Es la sombra de tiempos pasados, que planea en secreto sobre la actualidad. Cuesta acostumbrarse a que uno pueda pensar abierta y libremente y a que aunque eche una papeleta de un color en las urnas pueda estar de acuerdo con otro en algunos aspectos. Lo sencillo, lo humanamente natural, es encasillar al individuo. Pero hay que hacer un esfuerzo y pensar un poquito más. No somos personajes planos de historieta, somos seres complejos e impredecibles que se transforman y cambian con el tiempo.
Desde hace ya mucho se discute por el rumbo que España debería tomar. Al tratar este tema aparece el fantasma del Franquismo, que nos persigue y nos vuelve indefensos ante disputas políticas que no llevan a ningún sitio. Olvidamos que, por muy dispares que sean nuestras opiniones, estamos todos en el mismo barco. Cambiar nuestra visión política es esencial para aprender de los demás y quedarnos con lo mejor de cada ideología. Hay que demostrar que los fantasmas no existen, y eso solo podemos hacerlo juntos.